Kathia Morínigo, mujer emprendedora y propietaria de la marca Mercado 4 Vende. Es multifacética y objetivo que se traza, objetivo que persigue hasta lograrlo
Kathia Morínigo es una emprendedora y una verdadera kuña guapa. Nada le detiene cuando encara un desafío, ni siquiera cuando oye voces negativas. Eso le da más fuerza para salir adelante y conquistar sus objetivos.
Son las siete de la mañana y suena el ringtone Homecoming de su Samsung. Como rayo, Kathia Beatriz Morínigo Toledo se levanta, se calza los deportivos y empieza su jornada.
Le espera un ajetreo de esos que traen consigo cansancio, estrés y dolores de espalda, entonces prepara un café ligero que lo toma a las corridas, para luego alzar sus cosas, ir a la calle y emprender la jornada mientras revisa los más de cien mensajes que le llegaron incluso antes de despertar.
Son de esas fatigas que representan el costo de una vida exitosa y que encarnan perfectamente el día a día de una persona emprendedora como lo es ella. Pero está acostumbrada.
Trabajar no le asusta y mucho menos correr tras la liebre, porque nunca se conforma. Quiere más y cuando consigue metas, no se estanca ahí. Y si no le sale al primer intento, procura un segundo, un tercero y así hasta que lo logre.
Mercado 4 Vende es su actual emprendimiento. Una iniciativa que busca poner en la órbita digital a esa población especial que en épocas doradas se abarrotaba de gente buscando variedad, precios y sinfín de alternativas.
Nadie habrá tenido un capítulo en su vida sin recorrer las calurosas calles del mercado, donde ella es toda una reina, porque a donde vaya recibe agasajos. Es la “patronita” para todos porque conquista con su sonrisa y carisma.
Su propuesta de Mercado 4 Vende abre camino a los trabajadores a la plataforma digital, un espacio multiuso que hoy es arma fundamental para cualquier proyecto. Quien no esté aggiornado pierde la carrera.
Kathia tiene paciencia. Sabe que para llegar a los más de tres mil comercios debe patear mucho, como cuando vivía en Itapúa, donde creció y estudió junto a doña María Dora, su madre y don Jorge, su padre, ya fallecido.
Allá en Hoenau, distante casi 400 kilómetros de Asunción, donde nació el 18 de setiembre de 1985 creció junto a otros diez hermanos. A partir de los 16 años entendió que debía hacer frente a la vida y que no quería jefes. Quería ser ella misma generadora de ingresos.
Empezó barriendo casas ajenas, después vendió baterías de autos. Lavó ropas, vendió celulares, todo menos nada. Y esa hiperactividad laboral le valió terminar la carrera de Administración Agropecuaria, que mantiene vivo su sueño de tener su propia granja. Aún no puede, pero afirma que lo tendrá y cuando lo dice lo hace con un convencimiento de roble.
Fue a España un tiempo. Regresó, tuvo dos hijas y amplió su espectro de actividades, ya que a la mañana trabaja para su emprendimiento como para una empresa fluvial y a la tarde es madre, ese rol tan complicado y apto sólo para valientes.
¿A qué hora descansa? Además de la noche responde enfáticamente que nunca. “Pero necesito un espacio para mí, ir al interior, visitar las ruinas, apagar el celular y regalarme a algunos ocios que amo como la lectura y un buen asado”, dice.
Tal vez, el único momento donde baja un cambio es a la siesta, cuando almuerza con sus padres del corazón, don “Presidente” y doña Reina, quienes le cocinan con amor ese bife de hígado con ensalada de rúcula que es su perdición, allá por Puerto Pabla.
Pero ahora mismo no tiene eso. Dedica 17 horas al trabajo porque afirma: “Quiero lograr mis metas. Luchar y un día montar una clínica social para trabajadores del Mercado Cuatro”.
Es uno de sus sueños porque de chica no tuvo ese privilegio básico de atenciones dentales. “Y sé lo que es eso. Por eso no me quedo quieta. Quiero emprender, si algo me gusta voy por eso. No nací para estancarme ni relegarme a la cocina, perdiendo tiempo en los chismes del barrio”.
Kathia quiere representar a la mujer paraguaya como una auténtica ganadora. Ser de las que por pecunio propio obtiene lo que se propone y tiene cuero para ello.
“Ahora, mi principal objetivo es digitalizar el Mercado Cuatro. Ayudar en las redes a vender más y generarles ganancias”, asegura, mientras espera una miradita de la dirección general de ese centro comercial, que al parecer no se interesa.
Y mientras aguarda la concreción de un nuevo éxito, sus dos teléfonos suenan incesantemente. Es plata segura, la paga justa a sus ajetreos que estropean su espalda pero no lo hacen con la sonrisa que regala a cada paso y que se dibuja radiante a pesar del enorme cansancio.
Camas de terapia intensiva. Foto Hospital de Itauguá.
Los familiares del pionero esteño Reinaldo Chávez (86), quien ayer falleció por Covid-19, denunciaron que en realidad murió por la falta de terapia intensiva, ya que el sistema sanitario le negó una cama por su avanzada edad.
Hace una semana Mirtha Chávez, hija de Reinaldo Chávez, pedía auxilio a través de las redes sociales ante la falta de camas de terapia intensiva. La mujer exponía su impotencia porque se estaba eligiendo a quién ingresar y a quién no a dicha unidad, y refería que su familiar estaba en el grupo de los rechazados por su edad.
Tras conocerse el lamentable deceso del hombre, Chávez denunció ayer que lo dejaron morir. “Nunca pensé que entre la lista de fallecidos iba estar mi papá también, pero el murió por falta de terapia, nunca le dieron por su edad, porque según uds. el no merecía vivir más”, tuiteó arrobando las cuentas del Ministerio de Salud y del ministro Julio Mazzoleni.
También la nieta del hombre, Milena Chávez, coincidió en denunciar que a su abuelo se le negó la terapia intensiva. “Fríamente nos dijeron que él no era prioridad por su edad, y el luchó una semana con oxígeno. A pesar de todo fue un verdadero héroe”, indicó. “Lo que pasamos la familia Chávez realmente no lo deseamos a nadie. Nuestro viejito se nos fue, de la peor manera”, agregó.
Lo que pasamos la familia Chavez realmente no lo deseamos a nadie. Nuestro viejito se nos fue, de la peor manera Tanto dio por su ciudad, fue uno de los constructores del puente de la amistad, la catedral, represa Acaray etc. Y se le negó la asistencia que merecía
— Milena Chavez (@mile_chavez) August 9, 2020
La joven recordó que el pionero de Ciudad del Este participó en la construcción de emblemáticas obras de dicha localidad, como el Puente de la Amistad, la Catedral, la represa Acaray, entre otras.
Reinaldo Chávez era el padre del actual presidente de la Junta Municipal de CDE, el colorado Neri Chávez, quien también expresó su dolor mediante sus cuentas en las redes sociales.
Leissa Chávez, otra familiar del fallecido, lo despidió mediante una emotiva carta compartida en sus redes.
Ximena Mendoza, fundadora de la empresa Mboja'o, señala que con la pandemia del coronavirus se evidencia aún más la necesidad de no desperdiciar los alimentos de las casas. Su emprendimiento -el cual se encarga de rescatar alimentos de las empresas para dar a familias vulnerables- también se vio afectado por la crisis actual.
Ximena Mendoza, fundadora de la empresa Mboja’o (compartir) que nació con el objetivo de luchar contra el desperdicio de alimentos y ayudar a la alimentación de personas en estado de vulnerabilidad, señaló en entrevista con Hoy Digital cuál fue el impacto de la pandemia al trabajo que venían desarrollando en los últimos años.
La emprendedora reconoció que fue muy duro el golpe, ya que dos de las empresas que integran la red de cero desperdicio tuvieron que cerrar momentáneamente sus locales, lo cual impidió realizar el rescate de las comidas de esos sitios.
A lo anterior se sumó, en mayor medida, la suspensión de los eventos de gran envergadura. “Nos golpeó y nos destrozó mucho perder clientes esporádicos de eventos, como la Feria Paladar, la Feria Tata, y la Comilona, donde hace tres años rescatamos las comidas, también PNUD nos contrataba para todos sus eventos, y los novios nos pedían retirar las comidas de las bodas, pero todo se canceló”, lamentó.
Desde que empezaron a finales del 2017, los trabajadores de Mboja’o recogieron 160 toneladas de comidas y lograron beneficiar de manera directa a 6.000 personas. Este año, en promedio rescataban 5 toneladas al mes, pero durante la pandemia la cifra bajó a 3 toneladas en abril y mayo. Con 33 toneladas recogidas en lo que va de este año, se logró llegar a 4.866 personas en situación de vulnerabilidad. Principalmente se concentran en Asunción y Gran Asunción. La empresa tenían planes de expandirse pero la pandemia vino de contramano.
Sin embargo, viendo del lado positivo y rescatando lo bueno de esta crítica situación que atraviesa el país, Mendoza resaltó que otros siete clientes (restaurantes, supermercados, entre otros) pudieron continuar con su labor y fue tremendo el soporte que dieron para seguir brindando la ayuda a las familias que con más razón necesitan de un plato de comida. “En este contexto de la pandemia, nos dimos cuenta de la importante de la economía circular. Nunca nos imaginamos que pudiera pasar esto”, acotó.
La entrevistada destacó además que en mayo se gestionó una importante donación de parte de dos clientes, quienes además de dar los alimentos que no vendían en el día, entregaron 1000 kits de alimentos no perecederos para las familias vulnerables.
Por otra parte, la emprendedora indicó que con Unilever comenzaron campañas de concientización para que las familias que ahora se vieron obligadas a quedar en sus casas por la pandemia, no tiren el resto de sus comidas, sino que reinventen con nuevos platos. Destacó que se generaron “recetarios comunitarios”, movimiento mediante los cuales la propia gente envía sus recetas culinarias para reinventar la comida. “Tenemos que ser conscientes desde nuestros propios hogares y no tirar las comidas”, puntualizó.
Mboja’o recupera la comida que no se vende en el día y que para los locales gastronómicos pierde valor comercial. Solo se retiran los alimentos que están en buen estado sin ser manipulados, no son aquellos que ya llegaron al plato del comensal.
Un confuso crimen en el 2005 tuvo como víctima a un gerente de Itaipú. No tenía deudas pendientes en aquel tiempo, enemigos o alguien que lo odiara, no al menos hasta aquel día. Solo quería regresar a su casa después de una larga jornada. Su asesino lo aguardaba, agazapado fuera de la oficina.
Quince minutos de las cuatro de la tarde, puntual. Así Juan Antonio Agustín Almada Peralta supo que su larga jornada de lunes terminó, era el 21 de noviembre del 2005; para precisarles. Una semana larga se había terminado, muchas reuniones, viajes largos y tediosos.
Este hombre tenía 50 años y era gerente de materiales de la hidroeléctrica Itaipú. Vivía en el área 1, en la manzana E de Ciudad del Este, a más de trescientos kilómetros de la capital del Paraguay.
Era ingeniero senior 3, según la categoría administrativa que le otorgan en la hidroeléctrica Itaipú, en el lado paraguayo. Llevaba mucho tiempo trabajando en la entidad binacional y le asignaron una tupida agenda de trabajo en Asunción, para lo cual debía viajar. Juan no haría ese viaje sin antes cerciorarse que –al menos– en esa semana de trabajo en la capital haría su descanso en una propiedad que tiene a 60 kilómetros de la oficina capitalina, acostumbrado a los viajes largos, comparado, esto era un paseo.
Aquel día de noviembre estuvo ajetreado, con varias reuniones gerenciales dentro del edificio que la binacional tiene en el barrio Las Mercedes de Asunción.
Terminó algo cansado de ese ritmo. Solo pensó en llegar frente a su automóvil y conducirlo hasta su casa, en el departamento de Cordillera. Sabía que el trayecto le llevaría más de una hora, pero a la vez le resultaba relajante.
Tomó sus cosas, llave, billetera y su agenda. Marcó su salida y se dirigió a la garita principal para finalmente cruzar el límite a la libertad de esa jornada. Se despidió del guardia, le deseó buen resto de jornada y ladeó su cuerpo en dirección al sitio donde estacionó su vehículo, a unos cien metros del edificio. Lo aparcó en las calles Las Residentas y Juan Manuel Frutos. El viento cálido sopló tenue y eso le resultó agradable, para él en los detalles pequeños estaba la libertad de sentirse recuperado de una agotadora labor.
El pitido de la alarma desactivó las cerraduras de la camioneta, colocó dos maletines en la parte trasera. Bajó unos calzados deportivos sobre el asfalto, necesitó algo más cómodo para conducir. Sería poco más de 60 kilómetros para llegar a su destino.
“¡Listo!”, dijo Juan luego de bajar la puerta trasera. El click de la cerradura le marcó el momento de llegar al sitio del conductor, abrió la puerta y en ese mismo instante escuchó que un automóvil se detuvo detrás suyo. Miró al frente, al vidrio, esperando ver si lograba reconocer a quien se detuvo.
Nadie aún bajaba de ese coche, y más aún le extrañó que no avanzaba en su marcha, si no tenía cuentas con él debía marcharse porque estaba obstruyendo la circulación. Y aunque nadie aún pedía paso, era cuestión de tiempo. Las Residentas es una calle estrecha y muy concurrida. Juan se mostró confundido.
Entonces no dudó más y dio vueltas, tenía ganas de exigirle al conductor que continúe con lo suyo. Era un Volkswagen, polo, de color azul oscuro. Los vidrios estaban polarizados y el motor aún en marcha. Cuando se reclinó, llevando la mano para golpearle la ventanilla, alguien finalmente abrió la puerta. Era un hombre.
“¡Estás cerrand…!”, Juan no terminó de hablar y las detonaciones de un arma se escucharon en toda la cuadra, fue una tras otra. Todas se incrustaron en el cuerpo del gerente, blandiéndolo en el aire debido a la furia y potencia de esas balas. Fue a bocajarro, lo tumbó al suelo. El asesino, sin necesidad de descender del todo, metió medio cuerpo de vuelta al auto y escapó.
Juan, malherido, llevó la mano al abdomen donde sentía dolor. Intentó reincorporarse y extendió la mano hasta la manivela de la puerta de su camioneta. No pensó en nada claro en ese instante. Entre el porqué de los disparos y buscar ayuda, las ideas confusas formaban un revoltijo en su cabeza.
Unos segundos atrás, el ataque voraz, el tiempo se detuvo para muchos. Varias personas quedaron perplejas al ver qué ocurría. Mudas, inertes, sin poder articular un solo nervio, un músculo. Recuperando el aliento, algunos despertaron del impacto que generó el ataque. Cuando el instinto les decía que el peligro se disipó, corrieron en busca de ayuda, los teléfonos direccionaban llamadas a la policía, al servicio de ambulancia, a los bomberos. “¿Qué hora tenés?”, preguntó un hombre a otro, mientras clavó una rodilla en el suelo después de intentar mantener una conversación con Juan, él –moribundo– respiraba débil, emitía un leve chillido, apenas perceptible ante el murmullo de los curiosos.
“Las cinco y veinte…”, respondió la otra persona, todos se percataron que los socorristas no llegaban y el tiempo se acababa para Juan, por instantes se desahuciaba. Era la sangre que iba ocupando cada vez más lugar en sus pulmones.
“¡¿Y la ambulancia?!”, gritó nuevamente aquel desconocido, esta vez se dirigió a la oficina de guardia de la represa, cada vez lo veían peor al gerente.
Solo unos minutos después –pero con veinticinco minutos de retraso– a lo lejos se escuchaba una sirena penetrando el aire, cada vez más cerca su sonido irruptor se abría paso en el tráfico de media tarde. Eran los bomberos los que –al menos– lograron dar una respuesta.
Bajaron dos respondientes, uno fue a la cabeza para sujetarla y lograr controlar que no haga movimientos bruscos. El otro se encargaría de evaluar las heridas e intentar contener la hemorragia para ordenar el traslado, debían ser rápidos. “La hora dorada”, una regla en emergencias, estaba llegando al cuarto de su tiempo y no podían gastar un segundo más.
Aquello implicaba los sesenta minutos después de ocurrido un accidente, un percance y su respuesta médica. De superar ese tiempo y no administrar la asistencia –de acuerdo a la complejidad–, el paso de la vida a la muerte era seguro.
“Aún respira, es débil, pero se palpa. ¡Brítez, el saturómetro, pásame!”. Los bomberos buscaban medir la saturación de oxígeno en la sangre. Sabían que la pérdida era demasiada, pero debían establecer en qué momento se encontraban.
“¡Frecuencia 150 por minuto, pulso débil!”, dijo el segundo evaluador de los rescatistas. “¡Apósitos, y uno más!”, se escuchó decir a otro bombero que intentaba contener el irremediable desangramiento de Juan, era cada vez mayor y su palidez incrementaba la preocupación. No había un minuto más de invertir, llegaron al máximo. Los disparos provocaron tantas vías de desangro que no tenían equipos suficientes, no era momento de una maniobra más que subirlo a una tabla espinal, camilla y conducir a contrarreloj hasta el hospital.
Lo subieron a una camilla y luego a la ambulancia. Se hicieron lugar sobre la avenida España, a prisa, con rumbo al entonces Hospital de Emergencias Médicas.
El vehículo de los socorristas se detuvo frente a la puerta que se abanicaba con cada ingreso, la camilla fue como ariete golpeando fuerte y haciéndose paso. Una voz fornida se impuso en la sala de urgencias, alertando a todos la complejidad del herido.
“¡Herido con arma de fuego, sexo masculino, de unos 50 años! ¡Varios proyectiles, tres en el pecho y uno en la cabeza, zona frontal! ¡Presión arterial ¡Intubado y con ambú, doctor!”, el bombero iba dictando su reporte prehospitalario.
Juan sentía que el oxigeno se le acaba, desesperado insuflaba aire, pero sus pulmones colapsaron, no había cabida para más vida. Sus ojos se iban cerrando con peso. En la sala de cirugía la respiración resultó imperceptible, su alma iba dejando el cuerpo.
El acero del bisturí abrió paso al último intento médico, la máquina lanzó un alarido mecánico. Fue el sonido de la agonía.
Pese a los esfuerzos, Juan había muerto. Un shock hipovolémico. Con la muerte de Juan, la policía de homicidios asumió el caso. Convocaron a los agentes de la capital y como primera orden pidieron cercar en un radio de 30 metros, pasó mucho tiempo y la escena se había contaminado. Con suerte encontrarían algún rastro que permita entender lo que había pasado. “¿Qué tenemos?”, preguntó el oficial Micher Aquino, el experimentado inspector estaba a cargo de levantar las pesquisas. Tenía la ayuda de un policía de menor rango que estuvo observando el lugar y prestó atención en el muro, a un costado de la calle donde aparcó Juan.
“Tenemos dos orificios en ese muro, oficial. A simple vista parece una pistola calibre 9 milímetros. En el hospital precisaron que al hombre lo hirieron con cuatro balazos, con estos son seis. Hay dos casquillos en el suelo que confirman la teoría del arma. El que lo mató, falló primero, pero luego se aseguró que no viva. Fue muy certero”.
“¿Cámaras de seguridad?”, preguntó nuevamente Micher.
“No señor, en la cuadra nada”.
“¿Alguna de la entidad?”, insistió el inspector.
“Solo algunas, pero instaladas en el interior de la garita de control. Nada que apunte y menos que capte a cien metros”.
Micher quedó suspendido en su incertidumbre. Tenía a un funcionario de rango de una hidroeléctrica, no le robaron nada –al menos del vehículo–, ni la billetera. Usó un arma semiautomática y actuó sin temor, fue por la tarde y con el sol de espectador.
Las interrogantes eran varias, no tenían pistas y los rumores comenzaron a llegar. Una venganza, una deuda, una relación sin cicatrizar…
Avda. Mariscal López 2948 casi McArthur. Asunción, Paraguay
Clima en Asunción ahora