El poder de lo invisible. Relato corto de ficción científica - Sondasespaciales.com

2022-07-15 18:07:58 By : Mr. Liam Mai

Pedro León 22/06/2022 Relato 1 comentario

Hay días en la historia de la Humanidad que están marcados a fuego. Y sabemos que hoy es uno de ellos. Estaba señalado en el calendario desde hace tantos años que parecía que jamás iba a llegar. Pero por supuesto, finalmente llegó. Hoy es el día elegido. 

Nuestras agendas nos marcan por fin el 18 de mayo de 2067. Son las seis y media de una mañana algo más cálida de lo habitual. El día había llegado más pronto de lo que Ellen Watkins hubiese querido. Es una perfeccionista, así que nunca tiene días suficientes para hacerlo tan bien como a ella le gusta. Pero ya no queda más tiempo. Ya no hay lugar para nuevos entrenamientos, ni para realizar mejoras, ni para las dudas de última hora. No hay vuelta atrás. Los nervios son inútiles y lo sabe, pero no lo puede evitar. Junto a sus dos compañeros se ha subido al coche autónomo que los ha llevado en un breve recorrido de apenas seis kilómetros. Sabe que nunca un recorrido tan corto se le haría tan largo. Y como siempre en todos los viajes, para ella estaba reservado el asiento trasero izquierdo, detrás del conductor. Bueno, donde solía sentarse un conductor. Esta era una manía a la que tenía derecho, que se había ganado al ser la máxima responsable de la misión. El coche dió su típico aviso: 

—En cinco segundos nos ponemos en marcha —dijo el altavoz con su tono neutro y frío. 

Nada más arrancar, bajó la ventanilla del coche y sacó su mano por ella. A pesar de que llevaba puestos los guantes y de la poca velocidad del vehículo, pudo notar la brisa del aire empujando levemente su mano hacia atrás. El aire. No lo vemos, pero siempre lo sentimos y lo necesitamos. Al respirar, al viajar en moto o al tirarnos en paracaídas. El oxígeno y el nitrógeno son invisibles, pero están ahí para mantenernos vivos de una u otra manera. Durante todo el recorrido y para calmar los nervios, Ellen estuvo jugando con su mano, abriendo y cerrando los dedos, girando la muñeca y observando cómo todo eso afectaba al mayor o menor empuje del aire contra el guante. Como experta en aerodinámica, no lo podía evitar. 

Sin darse cuenta, apenas diez minutos más tarde ya habían llegado a su destino. Levantó la vista y allí estaba la imponente Torre de ciento cincuenta metros de altura. La había visto y visitado en innumerables ocasiones, pero hoy se veía distinta. Imponía mucho más. Y el coche volvió a dar otro frío aviso: 

—El vehículo se detendrá totalmente en cinco segundos —declaró con la habitual y aburrida precisión. 

El coche se paró y por supuesto Ellen fue la primera en abrir la puerta para bajarse. Sabía que llegaba su momento y sería tan profesional como siempre, pero tampoco quería parecer demasiado ansiosa, así que esperó a que sus compañeros se bajaran antes. Un reducido grupo de personas la esperaba a ella y a su equipo en la base de la Torre. 

—Bienvenida Doctora Watkins. Perdón, Comandante Watkins. Doctora Nespoli, Doctor Maezawa. Síganme por favor —les dijo Michael Olmos, el Jefe de Seguridad. 

—¿Cómo va el día? ¿Qué haces hoy por aquí? —le respondió Ellen para relajar un poco el ambiente, aunque con poco éxito. Las caras eran muy serias.

Junto a sus compañeros Samantha Nespoli y Takuya Maezawa, se dirigió al ascensor. Allí esperaba David Whitson, el responsable de la Torre.  

—Al mirador, por favor —le dijo Ellen sonriendo. No quería bromear más, pero veía a todo el mundo demasiado tenso y eso no era bueno. Unos segundos más tarde finalizaba la subida:

—Ya hemos llegado, vamos allá —les dijo a sus compañeros en tono serio cuando se abrió la puerta.

Desde luego, las vistas desde lo más alto de la Torre eran impresionantes. Como todas las mañanas hacía un poco de viento, pero el tiempo era perfecto. Ya nada les impediría cumplir con su misión. Se dirigieron a la barandilla más cercana y miraron hacia abajo. El coche autónomo ya se había ido y las personas que permanecían en la base de la Torre parecían hormigas insignificantes. Un técnico vestido con un mono negro y rojo les llamó la atención:

—Ya es la hora, vamos justos de tiempo y hay muchas comprobaciones que hacer —dijo con una frialdad similar a la del coche.

Sin mediar palabra, los tres se dirigieron por el pasillo que les llevaba al otro lado de la Torre. Y allí, brillando en tonos metálicos y rojizos con los primeros rayos de Sol, estaba el imponente cohete Starship 2. En su costado se encontraban varias válvulas de presión por las que salían unos blanquísimos ‘chorros de oxígeno’, como les gustaba llamarlos. Bueno, en realidad sabían que el color era debido al vapor de agua de la atmósfera que se cristalizaba instantáneamente al entrar en contacto con el helado oxígeno a -183 ºC. Era una señal que indicaba que el cohete ya estaba cobrando vida y casi listo para volar. El mismo gas que les permitía respirar, les serviría también para viajar al espacio. 

A pesar de los interminables ensayos, aquel día todo era nuevo para ellos. La flamante ‘Torre de Lanzamiento 53-A’ del Kennedy Space Center estaba lista para realizar el primer lanzamiento tripulado de la Historia de un cohete Starship 2. La tripulación formada por Ellen, Samantha y Takuya llevaría a cabo la misión bautizada como ‘New Space 1’, que marcaría el esperado retorno de los humanos al espacio. Por fin. Parece mentira, pero ya habían pasado 37 años desde que el ser humano había estado allí arriba por última vez. Ellen y su compañeros eran casi unos niños cuando todo ocurrió, pero aún se les encogía el estómago al acordarse de lo que posteriormente se conoció como el ‘Final del Acceso al Espacio’. Ocurrió tan rápido que nadie estaba preparado para ello. Las advertencias fueron muchas, pero como siempre pasaba, nadie hacía caso a los expertos. El cambio climático, la contaminación de los océanos y por supuesto la basura espacial. Tres catástrofes que ignoramos y de las que aún no nos hemos recuperado por completo.

Los eventos comenzaron en el ya lejano año 2029, cuando el mundo estaba estancado en interminables recesiones económicas globales y regionales. La crisis energética como consecuencia de la recién finalizada ‘La Guerra de los Seis Años’ en Ucrania, parecía no tener fin. Lo único bueno de todas aquellas desgracias fue la aceleración sin precedentes de la implantación a escala mundial de energías renovables y nucleares. Eso ralentizó en parte la crisis climática, pero por desgracia el calentamiento global aún no estaba totalmente controlado. Bueno, al menos logramos que la curva del CO 2 dejara de subir tan rápido. Lo que nadie esperaba es que ese año comenzara con una nueva invasión por parte de Rusia, para hacerse esta vez con el control estratégico de Moldavia y Georgia. Casi todos los acontecimientos fueron un calco de lo ocurrido en 2022 y el mundo volvía a entrar de nuevo en una tensión política y militar sin límites. 

A finales de año todo se precipitó. Cumpliendo sus repetidas amenazas, el 11 de noviembre Rusia lanzó veinte misiles con impactadores cinéticos contra la constelación de satélites Starlink, acusándola de colaborar con los ejércitos de los países invadidos. Los impactos destruyeron tan sólo diecisiete de los más de doce mil satélites con los que contaba la constelación en esos momentos. Pero por desgracia, eso fue más que suficiente para provocar la catástrofe más temida, el ‘Síndrome de Kessler’. Cada uno de esos satélites se convirtió en décimas de segundo en miles de fragmentos de todos los tamaños, que se movían en órbitas al azar. A ocho kilómetros por segundo y a quinientos kilómetros de altura. Al cabo de una semana comenzaron los impactos secundarios. Primero fue un fragmento de uno de los Starlink, que impactó contra un satélite chino de comunicaciones y lo destruyó por completo. Días después le tocó el turno a un satélite europeo de control medioambiental. Y en un par de meses ya eran más de cien los satélites completamente destruidos, en un efecto ‘bola de nieve’. Sus restos crecieron exponencialmente y en menos de un año ya formaban una nube de escombros que cubría todo el planeta, compuesta por varios millones de fragmentos detectables de basura espacial sin control. El temido Síndrome de Kessler ya era una terrible realidad. Los humanos nos habíamos quedado sin poder subir al espacio y ya no podríamos volver a usarlo durante mucho tiempo.

A quinientos kilómetros de altura, nuestra atmósfera es muy poco densa, pero sus moléculas siguen estando presentes. Y a altas velocidades, la fricción de los fragmentos contra el enrarecido aire es muy notable. El choque continuo contra las moléculas de la atmósfera provocaba su frenado y cientos de miles de fragmentos de basura espacial comenzaron poco a poco a perder altura. Ahora, estos fragmentos amenazaban a cualquier otro objeto que estuviera en el espacio por debajo de ellos, incluyendo a las tres estaciones espaciales tripuladas de la época. La Estación Espacial Internacional estaba entonces en su recta final y a punto de ser jubilada, pero un día tuvo que ser evacuada de urgencia. Varios impactos seguidos habían dañado sus paneles solares y sólo era cuestión de tiempo que algún módulo fuera alcanzado y atravesado. Cuando la última tripulación volvió a casa, pasaría a la historia como ‘los últimos humanos que estuvieron en el espacio’, en un regreso que la prensa llamó ‘El Final de la Primera Era Espacial’. 

Un año después de los primeros impactos, la Estación Espacial Internacional, la Estación Tiangong de China y la Estación Privada Axiom, junto a los cuarenta y cinco mil satélites que operaban en órbitas bajas ya eran historia. Y lo peor no fue sólo eso. Dada la presencia de más de quinientos millones de fragmentos de todo tipo y tamaño, en todas las órbitas imaginables, la Humanidad no pudo lanzar más cohetes al espacio durante tres décadas. Algunas agencias lo intentaban, pero la mayoría de sus satélites eran alcanzados por basura espacial y destruidos al instante o en cuestión de pocos días. El esfuerzo ya no merecía la pena y la Humanidad tuvo que asumir que la Carrera Espacial había concluido. No se volverían a lanzar nuevos satélites, ni nuevas tripulaciones en mucho tiempo. 

Por supuesto todo esto trajo una nueva crisis mundial. Muchas de las actividades de los humanos dependían cada día del funcionamiento de los satélites, aunque la mayoría de las personas no fueran conscientes de su importancia. El espacio era prácticamente invisible para la sociedad, porque nos habíamos acostumbrado a servicios esenciales pero sin pensar en ellos y cómo funcionaban. Tan sólo los usábamos y eso era lo más normal del mundo. Unos años después de la ‘Catástrofe Kessler’, los satélites geoestacionarios que permanecían alejados y seguros, comenzaron a envejecer y dejaron de estar operativos y sin recambio. Las predicciones meteorológicas, las retransmisiones de televisión. La observación de los volcanes, los cultivos, las ciudades, las inundaciones y desastres naturales. Los sistemas de rescate marítimo y la localización por GPS. Todos esos servicios ‘invisibles’ y que dábamos por hechos, dejaron de existir y la Humanidad retrocedió de golpe cincuenta años. Y aunque muchos de estos servicios no tenían sustituto posible, otros tuvimos que reinventarlos. Las predicciones del tiempo ahora se hacían sólo con globos sonda y con mucha menor precisión. Los mapas y las fotografías del terreno se volvían a hacer con aviones, algo mucho más lento y costoso. En los viajes por avión o en el océano, no sabíamos dónde estábamos. Empresas dedicadas a las comunicaciones, los servicios digitales, la localización, el transporte y la televisión tuvieron que adaptarse, aunque la mayoría de ellas desaparecieron. Usábamos el espacio a diario y no nos dábamos cuenta. Las antenas parabólicas de nuestras ciudades y azoteas se quedaron como un adorno, como un recordatorio constante de otro desastre que no logramos evitar.  

Con el paso de los años, millones de fragmentos siguieron desintegrándose en la atmósfera. Cada día y cada noche, sobre todo en los primeros años, la gente levantaba la cabeza al cielo y se asomaba a sus balcones para contemplar una lluvia de estrellas artificial de veinticuatro horas al día y que ponía los pelos de punta. Por suerte, nuestra apreciada atmósfera llega muy alto y poco a poco fue despejando de restos el espacio. Y además tuvimos otro aliado: el Sol. Gracias a los máximos de actividad solar de los años 2036, 2047 y 2058, la radiación invisible que llegaba a la Tierra procedente de nuestra estrella provocaba que la atmósfera se expandiera y llegará más alto y con mayor densidad. Esto a su vez aceleraba el proceso de desintegración de basura espacial, ahorrándonos décadas de espera. Una vez más la naturaleza llegaba al rescate. A su ritmo, muy lenta pero sin pausa. 

Finalmente, tras el máximo solar de 2058, la Agencia Internacional del Espacio analizó los datos disponibles y pudo dar una fecha. Si la desintegración seguía su ritmo y las nuevas tecnologías de limpieza basada en láser daban sus frutos, se podrían volver a lanzar cohetes en unos cinco años, alrededor de 2063. Para ese año, la estadística demostraba que aunque las probabilidades de impactos seguían siendo altas, habrían bajado a unos niveles parecidos a los de 2028, antes de la Catástrofe Kessler. La Humanidad había tenido tiempo de sobra para prepararse. Cuarenta países tenían ya sus propias agencias espaciales con capacidad de enviar carga al espacio. Todas ellas habían suscrito una estricta normativa internacional que regulaba el uso del espacio exterior y todas las medidas necesarias para evitar la formación de basura espacial. Sólo espero que esta vez hayamos aprendido la lección.

Primero se enviaron satélites para realizar un análisis del entorno y comprobar la cantidad de impactos que recibían. Como todo fue bien, más tarde se lanzaron satélites ambientales y meteorológicos, para volver a recuperar la ciencia que llevábamos treinta años sin hacer. Luego les llegó el turno a los satélites geoestacionarios de telecomunicaciones. Y finalmente le tocaba de nuevo a los humanos. Antes de nuestro retorno al espacio, se lanzaron cinco cohetes Starship 2 portando unos gigantescos módulos, que fueron ensamblados de manera autónoma creando la nueva Estación Espacial Odyssey, a mil kilómetros de altura. A esta distancia, la radiación solar es más peligrosa, pero era la primera región disponible en el espacio que no supondría un peligro constante para las tripulaciones. Y una vez concluida, le tocaba el turno al primer vuelo tripulado, liderado por la Comandante Watkins. Las comprobaciones ya estaban hechas, los astronautas en posición y el cohete preparado. El reloj marcaba la cuenta atrás final. Diez, nueve, ocho, secuencia de ignición iniciada, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Mientras sonreía, Ellen le dijo al control de misión: 

—¡Allá vamos de nuevo! Hoy comienza para la Humanidad la ‘Segunda Era Espacial’. Poyekali! 

Etiquetasbasura espacial ciencia ficcion el poder de lo invisible kessler nasa relato corto

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Me ha encantado el relato! Muy bueno!

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